Editorial: El Telégrafo
Los afroecuatorianos tienen muchos referentes en la historia de nuestro país. Cada uno, a su modo, ha gestado nuestra nacionalidad y un espíritu muy hondo a favor de la igualdad, la transformación y el respeto a la diversidad, como garantía de nuestra identidad.
Y ahora, como gran hijo de ese gran grupo humano, Christian Benítez nos coloca de nuevo en la reflexión del enorme legado que deja su trabajo como futbolista profesional, como padre, esposo y hermano, pero también como ciudadano responsable. Nunca hizo alarde de su ayuda a los niños pobres de Ecuador y de México. Pero ahí estuvo, haciendo lo que su corazón le ordenaba, con generosidad.
Como afroecuatorianos, él y todos los deportistas, deben jugar un doble partido: primero la superación dentro de una sociedad que los excluye y los margina, los señala por su color de piel y por su alegría y voz “chillona”; segundo, porque si llegan a tener algo (no necesariamente dinero) no pueden formar parte de la toma de decisiones. ¿Se acuerdan todo lo que se dijo de las candidaturas para asambleístas de Agustín Delgado, Iván Hurtado y Ulises de la Cruz?
Ahora, con las nuevas oportunidades dadas por la Constitución de Montecristi, los afroecuatorianos tienen más oportunidades, pero mientras no erradiquemos el racismo, la tarea es inconclusa e insuficiente.
Christian Benítez tenía una sonrisa bella y una humildad sobrecogedora. Hizo de su lucha en la cancha una expresión de rebeldía contra todo lo que le negaron las condiciones de un país pobre, injusto e inequitativo.
Pero jamás tuvo odios ni venganzas en su trabajo. Luchaba por ganar, siempre, como lo han comentado sus compañeros. Por eso hay que seguir su ejemplo ético: no se trata de hacer dinero y fama para usufructo particular mientras la sociedad donde se nació no cambie a fondo.
